Profesora asociada Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales
Universidad Nacional de Colombia
“No es concebible que el ejercicio de la jurisdicción, como
función pública estatal, se desplace de manera permanente y general, a
los árbitros y conciliadores” (C. Const., Sent. C-060/01)
Es lo que se infiere después de lo sucedido en la Comisión Primera
del Senado, cuando en un escenario predispuesto a la condescendencia
recíproca, se aprobó en primer debate el acto legislativo de reforma a
la justicia.
El consenso entre los tres poderes permitió no eliminar el Consejo
Superior de la Judicatura; mantener en cabeza de la Corte Suprema de
Justicia la elección del Fiscal General de la Nación, del Contralor y
del Procurador; instituir la cooptación directa para la integración de
las altas cortes; extender el periodo actual de los magistrados a 12
años y aumentar a 70 años la edad de retiro forzoso, entre otros temas
circunstanciales, de discutible trascendencia, frente a los perentorios
designios de fortalecer la administración de justicia, garantizar la
tutela judicial efectiva de todos los ciudadanos, reducir el exorbitante
retraso y combatir la dilación de los procesos.
Al parecer, el examen del único asunto penal de fondo reafirmó la
polémica autorización otorgada al legislador desde el proyecto inicial
para “asignarle el ejercicio de la acción penal a la víctima o a otras
autoridades distintas a la Fiscalía, atendiendo la naturaleza del bien
jurídico y la menor lesividad de la conducta punible”.
Desde tiempos primitivos y hasta el Medioevo, el legitimado para
ejercer la función represiva fue sólo el sujeto pasivo del delito,
convertido de víctima en protagonista de la “justicia por mano propia”.
Empero, ante la aparición del Estado, esa forma tribal legalmente
desapareció. El conflicto intersubjetivo adquirió carácter público y la
función jurisdiccional de impartir justicia comportó un ejercicio
público. No sería racional el retroceso.
Para el magistrado argentino Maier, “la acción penal es una obra
enteramente estatal”, por lo que dejarla al arbitrio de las víctimas o
de los particulares sería admitir la inercia de la autoridad judicial y
conceder “patente de corso” a los linchamientos, las vendettas, los ajustes de cuentas, las ejecuciones extrajudiciales, las limpiezas sociales,
las prácticas de mano dura y todas las formas de justicia colectiva o
popular, de las que ya dan cuenta dolorosos episodios de reciente
ocurrencia. Además, implicaría: a) privatizar la justicia penal; b)
renunciar a la potestad represiva del Estado; c) convertir a las
víctimas en vengadores de oficio; d) improvisar una justicia penal
paralela; e) descargar en las víctimas las tareas de la policía
judicial; f) redoblar el trabajo de los funcionarios encargados de
supervisar los actos de investigación practicados por las víctimas; g)
imponer a la víctima gastos desproporcionados.
Según el proyecto, los notarios y los abogados litigantes son las
“otras autoridades distintas a la Fiscalía” que tendrán funciones
jurisdiccionales en causas menores: esta facultad excepcional se agrega a
la de conciliadores y árbitros habilitados por las partes para proferir
fallos en Derecho o en equidad, en asuntos desistibles, transigibles o
conciliables. Solo que abogados y notarios no podrán recaudar pruebas,
ni fallar procesos penales. ¿Cuál será, entonces, su aporte a la
descongestión? ¿Dónde trabajarán? ¿Habrá cobro de honorarios por estos
servicios? ¿Cómo se seleccionarán? ¿Qué Colegio Nacional de Abogados
certificará, al menos, la idoneidad moral del aspirante? ¿Presidirán
audiencias? ¿Proferirán autos interlocutorios? ¿Tramitarán recursos?
¿Además del régimen de impedimentos y recusaciones que les es aplicable,
en aras de su función, los jueces que conocieron del proceso deberán
declararse impedidos cuando el togado transitorio que en él intervino
actúe como litigante ante su juzgado?
Si el paradigma procesal implementado en el país corresponde al de un
modelo predominantemente oral, adversarial, de tendencia acusatoria,
¿no habría sido más jurídico expresar que los notarios y los abogados no
pueden recaudar evidencias ni decretar pruebas de oficio? ¿No habría resultado más expedito, para sortear la emergencia, incrementar el número de sustanciadores en cada despacho?
Cuando la justicia penal es pública, independiente, ética, eficiente e
imparcial, se configura un sistema constitucionalizado, propio de un
Estado de Derecho. Las leyes que, en el afán de descongestionar a
cualquier precio, aumentan el riesgo de corrupción o estimulan procesos
de descomposición social resultan tan censurables y problemáticas como
las híbridas categorías de fiscal-juez (error inexcusable de la Ley 600/00), juez-litigante o juez-notario, en vía de experimentación.
Para reconocidos analistas, la reforma es “mediocre”, “lánguida”, “frustrante”
y “está politizada”; para otros, especialmente para algunos
protagonistas del acto conciliatorio entre el Ejecutivo, las cortes y el
Congreso, “es integral”, “profunda” y fruto de un “acuerdo histórico”.
La ineficacia del servicio y la ausencia de justicia material, la
desatención y descortesía con los usuarios, las permanentes afrentas de
algunos jueces contra partes e intervinientes, la mixtificación del
modelo acusatorio, la morosidad, la inoperancia del aparato de
investigación y la comprobada incompetencia de un gran sector de la
judicatura no fueron temas de importancia en el texto reformatorio.
¿Qué relación tienen la edad de los magistrados, el periodo de
nombramiento o la inconveniente presencia del Ministro en la Gerencia
compartida de la Rama Judicial, con el caos de la justicia penal?
Conozca el original: http://www.ambitojuridico.com/BancoConocimiento/N/noti-111102-05_%28inocuidad_de_la_reforma_judicial%29/noti-111102-05_%28inocuidad_de_la_reforma_judicial%29.asp?Miga=1&CodSeccion=84
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